Los talleres se han vuelto difíciles, para quienes lo toman y para quienes los dictan. No por el hecho de la escritura en sí, sino por las circunstancias de un país memero, tuitero y reelero que no nos deja un día sin noticias estrafalarias. No sabemos qué escribir para que lean; no sabemos qué leer para escribir; entre el texto y nosotrxs —textos también— la distancia ha crecido. Estamos encerrados en los efectos de la lengua… Quizás desde siempre, salvo que ahora no entendemos nada. Para suerte de muchos (o de pocos, de alguien seguro), algunos NO olvidamos que la escritura siempre produce efectos: nos construirmos y reconstruirmos. Para mayor suerte, algunos afirmamos que solo lo logramos por la existencia de los otros y de ellos nunca nos olvidamos, y los seguimos invitando a leer, porque en las lecturas está la clave. Lean ustedes la nueva entrega de Total Interferencia, la segunda del 2025. Lean a Fede. Lean, lean el mundo. Leanlo todo cada vez que puedan.
María José Bovi
Después de un año de este proyecto de escritura y comunicación, después de un año de publicar cada tercer domingo del mes, es la primera vez que, por bronca o impotencia, una entrega casi no llega a ver la luz. Por si algún distraído aún no se dió cuenta, están recibiendo este artículo un domingo después del pautado. Pido disculpas sinceras por anticipado, créanme que hay buenos argumentos para justificar la demora.
Esta entrega estuvo a punto de no salir y si están pudiendo leer estas líneas es porque las salvó mi tallerista y editora. Meses atrás, escribí desde el dolor, desde la pérdida, desde la tristeza, y a veces desde el optimismo, cuando estaba entero, cuando tenía ganas y fuerzas, algo de esperanza, una última ilusión de humanidad. La realidad y la coyuntura personal (sumado a que el mundo se está yendo sin puntos ni comas a la mierda) hicieron que sienta que —casi— llegué al fin de la metáfora. Como si un tren de carga emocional hubiera pasado por encima de cualquier posibilidad de llenar con palabras el vacío en la hoja que deja la vivencia del horror.
No digo nada nuevo al afirmar que la legitimación de la violencia empobreció los ya deteriorados vínculos sociales y que habilitó la propagación del odio en todas sus formas y manifestaciones posibles. Basta con leer las noticias sobre los incendios en El Bolsón, la represión policial en las barriadas, el avance en contra de las conquistas del feminismo y el colectivo LGBTIQP+, las mentiras sobre la ilusión de que estamos mejor. La gente no tiene un mango, la estamos pasando como el orto y, encima, casi no quedan espacios para hacer catarsis y contar lo que nos pasa. Pagar terapia se volvió un privilegio de clase, escuchar a Milo J en un espacio de Memoria parece ser un delito que amerita gases y palazos a adolescentes, la ESI es mala palabra y el aborto una aberración. La pantomima política juega con nuestro futuro en la Cámara de Diputados mientras arrestan a tres niños por robarse cinco peluches de una juguetería. Los cripto bros dando manotazos de ahogados sin poder ver el elefante rosa en la bañera, un periodista nos toma por pelotudos con una edición burda de una entrevista, el presidente intenta defenderse con delirantes argumentos sobre el pozo que él solo se cavó y en el que enterró, con millones de dólares de estafa, a los miles y miles de optimistas que todavía creen que este perverso polimorfo puede aportar algo sano a este país enfermo que lentamente empieza a agonizar. Ya ni siquiera hace falta pensar en voz alta, la sobreinformación nos estalla en la cara y el escroleo, más que ocio, se volvió una falopa que solo sirve para alterar un poco la conciencia. Encima, el porro me empezó a pegar mal.
Bienvenido 2025, no veo las horas que terminés.
Por suerte, siempre hay un pero. Cuando todo parecía caer al precipicio de las palabras perdidas, alguien apareció para traerme de vuelta al abrazo compartido, al afecto camuflado, a la palabra como reivindicación de un deseo que puede —y debe— ser otra cosa. Mi casa es un desastre, mi vida un poco más. Aunque por mí, por ustedes y por tantos otros que nunca lo sabrán, Total Interferencia hoy sale como forma de resistencia, como calentura hecha letra, para que sepamos que somos un montón en la misma y que el gesto de escuchar, entender y acompañar es, hoy por hoy, el bien más preciado, el que no podemos dejar caer. Vienen por todo, por todos, por vos, por mí, por los tuyos, por los nuestros. Si hay algo de lo cual este país está hecho, es de historias de luchas y reivindicaciones, por eso, aunque sea desde el enojo, algún intento de evitar el fin de la metáfora vamos a tener y aquí vamos.
LA JUSTICIA DETRÁS DE LA ZANAHORIA
Empecemos por aquellas personas que a nadie les importan: los presos. Solo la idea fetichista de pensarlos como desechos humanos habita en el humor social. Todos quieren que se queden encerrados el mayor tiempo posible. Sin preguntarnos demasiado sobre la cárcel y su función, le damos caracter de verdad y de certeza a la idea de que ese lugar soluciona algo sobre el delito. Esa es una estafa histórica, basta con ver las estadísticas y escuchar las historias de quienes las habitan para comprobar que la prisión nunca le ha mejorado ni cambiado para bien la vida a nadie. A NADIE. Y mientras el Estado insiste en construir más cárceles, más alcaldías, más comisarías, más lugares de depósito para las lacras sociales, dentro suceden un sinfín de situaciones aberrantes que nadie conoce, nadie cuenta, nadie escucha, nadie ve. La legitimación de la violencia se ve potenciada en el interior de las instituciones penitenciarias y las prácticas aberrantes parecieran no tener ningún límite ni borde posible. Todo puede pasar, todo. Hasta lo que no podemos imaginar.
El miércoles pasado un pibe de 23 años, preso en una unidad penitenciaria de la provincia de Tucumán, me pidió por favor hablar en privado. Sí, eso, hablar, y en privado. Estaba mal, tenía la cabeza gacha, la voz se le entrecortaba en un volúmen casi imperceptible, la temblaban las manos y le transpiraba el cuerpo. Parecía desvelado, con un semblante de cansancio y desazón imposible de no mirar. Le dije que nos hagamos hacia un costado, que nos sentemos a conversar. Quería contarme que tres empleados penitenciarios habían abusado sexualmente de él. Me quedé helado. Tras semanas y semanas de hostigamiento, golpes y verdugueo, lo encerraron en un baño mugroso, lo arrastraron en total contra de su voluntad –los gritos y el forcejeo no fueron suficiente para librarse de lo peor–, entre dos lo maniataron de manos y pies y un tercero le bajó los pantalones para violarlo con una zanahoria. Así, como lo leen. Tres trabajadores del Estado violaron a un joven con una zanahoria introducida reiteradas veces en su ano, sin que las súplicas, los gritos, la desesperación, las lágrimas, pudieran impedirlo. Perdón lo explícito, pero las cosas por su nombre. Al horror hay que ponerle las palabras que les corresponden y esta salvajada no tiene manera alguna de entenderse y significarse.
No todo es entendible ni analizable, los hijos de puta existen y la mayoría de las veces tienen puestos los trajes estatales.
Pasaron más de dos meses de este hecho y todavía el pibe sigue preso sin una atención digna que pueda siquiera ayudar a hilvanar los hilos deshilachados de ese cuerpo y esa subjetividad que está, literalmente, hecha mierda. Ayer Pablo no pudo comer. Su mamá le llevó ensalada rusa a la visita y, cuando vió la zanahoria, vomitó; le pidió a su familia que se vayan y se encerró en su celda. No puede hablar, dice que nunca más va a volver a ser el mismo. No tengo argumentos para rebatir ese pensamiento, al menos por ahora.
¿Con qué palabras hay que gritar el horror para que alguien pueda oírlo? ¿Y cómo detenerlo? ¿Por qué Pablo no está todavía en su casa para intentar sanar esta herida que le causó la institución más aclamada por el Estado de derecha y el populismo punitivo? ¿Hasta cuándo la justicia va andar detrás de la zanahoria sin poder alcanzarla? Estoy escribiendo estas palabras para denunciar que con la tuya, con la mía, con la nuestra están matando de la forma más inhumana posible a pibes que no encuentran otra manera de andar por la vida.
UNA LLAMADA, UN DELITO. UN SUICIDIO, UNA CUESTIÓN MENOR.
La semana ya venía bastante como el orto después de la situación de Pablo cuando, dos días después, me notificaron que el Servicio Penitenciario había iniciado un expediente en mi contra. Le mandaron a mi jefe una notificación pidiéndole que exprese y deje sentado por escrito los alcances y facultades de mi rol como psicólogo del programa al cual pertenezco porque había incurrido en una –supuesta– falta disciplinaria. Además, ese mismo expediente, que tiene como objetivo perseguir, amedrentar, hostigar y amenazar, dice que por favor modere y adecúe las formas en las que solicito entrevistar a mis pacientes.
La falta de la cual se me acusa es, lisa y llanamente, delirante. En el mes de enero le presté una llamada telefónica que duró cinco minutos a un pibe de otra unidad porque estaba desesperado. Su hermana se había suicidado el día anterior, no tenía idea en dónde y a qué hora la velaban y enterraban, estaba desbordado y necesitaba hablar con su mamá. Hablar con su madre para saber algo sobre la terrible y reciente pérdida fue, al parecer, un delito peligroso. La secuencia, ni más ni menos, fue la siguiente: en medio de la desesperación y para calmar un poco el mar de angustia de Alexis saqué mi teléfono, marqué el número, hablaron, lloraron, se consolaron, se despidieron, se dijeron que se amaban y que iban a salir de esta, que tenían que ser fuertes. Cortó y me devolvió el teléfono. Después de eso, agradecido, pudimos seguir hablando entre los dos, esta vez con algo más de calma. Me contó de su vínculo con su hermana, de lo mal que la venía sintiendo en los días de visita, de la impotencia de estar encerrado y no poder acompañar el dolor de toda la familia, y otras cosas que pudo compartir entre llanto y palabras entrecortadas, pero valientes. Volví destrozado, pero no tanto como él y su familia. Al personal penitenciario no le importó el suicidio de Vanesa, pero sí que Alexis hable con su madre desde mi teléfono particular. Prioridades. Caretas, insensibles, garcas, cagones e hijos de puta. Después de eso, el expediente al cual hice mención.
(NO) ES MI FIESTA Y YO LLORO SI QUIERO
Como dije al principio, esta entrega casi no ve la luz. Estuvo a punto de morir en una frase mal escrita garabateada al pasar y depositada en un documento olvidado de alguna carpeta del Drive que lleva el nombre de “Newsletter”. Pero, por suerte, como ya dije, fue salvado por mi tallerista, editora, co-directora y amiga de la casa. Alguien tuvo que venir desde la externidad para acomodar un poco las ideas y la bronca y no dejarme claudicar ante tanto desconsuelo.
— Federico, escribí sobre eso o sobre otra cosa. Pero no podés poner en pausa el proyecto cada vez que el mundo se va a la mierda, porque el mundo se está yendo a la mierda todo el tiempo. ¿No vas a escribir nunca más entonces?
Estos son pensamientos en voz alta con fuerza de bronca, es mi cercanía al fin de la metáfora. Y le agradezco a María José, una vez más, por haber generado las herramientas para que pueda escribir esta entrega. Porque escribir, en el sentido estricto de la palabra, no salva a nadie. Ni a Abel, ni a Pablo, ni a Alexis, ni a Vanesa, ni a otros tantos pibes y pibas que son cotidianamente verdugueados por la policía y por las fuerzas de seguridad por el sólo hecho de ser quienes son.
Es quizas un recordatorio de que a estas fuerzas no les molesta que los pibes y pibas delincan, sino las identidades barriales, los sectores populares, su moda para vestir, su música, sus viseras, su lenguaje, sus berretines. Qué fácil sería si todos podríamos ver que en los delitos que estos jóvenes comenten no hay otra cosa que una necesidad de pertenecer, una forma de hablar para que alguien escuche que están afuera, que cada vez es más difícil acceder a lo que para muchos de nosotros es normal y natural, y que lo digan en la forma que lo digan, nadie parece escucharlos. Gritan en forma de transgresión, roban para avisarnos que están. Creo que ya estamos en condiciones de poder tener esta conversación seria y urgente porque sino la policía, más que nunca, puede volver a matar a cuanto pequeño Facundo Ferreyra se le cruce. Y si está en la cárcel, peor aún. Detrás de esos muros que pocos sabemos lo que acontece, toda la violencia, la degradación humana, la perversión explícita aparece en lo cotidiano con una naturalidad que me espeluzna.
Decía que escribir no va a salvar a nadie, pero al menos que me sirva para que quienes todavía pueden leer sepan que estas cosas pasan, que hay miles de historias encerradas que si las escucharan sería más fácil de comprender y que también sería aún más posible vehiculizar acciones concretas que mejoren la calidad vida de esa gente. Nadie elige lo que no conoce. Contar estas historias sirve para que sepamos todos que no podemos ignorar la manera en la que son tratadas algunas vidas con la excusa de estar solucionando algo que, en realidad, hace lo contrario. Y también para hacer menos doloroso este peso de convivir con el horror.
La violencia que está potenciada por el contexto de encierro, es la misma violencia en la cual estamos inmersos hoy. Los vínculos están más tensos, más hostiles, más turbios, más irascibles, más impacientes. La crisis genera violencia y, cuando encima el odio está legitimado, aparecen las miserias humanas, desde las más chicas a las más grandes. Ojo con tener la ensalada rusa en el medio de nuestra mesa, cuidado con no ser los que estemos también siendo parte de la violencia en los modos de relacionarnos con los demás. De verdad, es completamente necesario volver a sentir que el otro es alguien con quien poder estar, compartir, apoyarse, abrirse, sentir. No podemos seguir en esta perversión paranoica que instalaron de que el otro es alguien a aniquilar. Mi pretensión es que nos preguntemos un poco más sobre las cosas que están doliendo el mundo y qué estamos pudiendo hacer con eso. Mi intención es contar historias para que no queden encerradas y para que nos duelan menos a quienes las vivimos. Estamos a tiempo de salir de la pose y el semblante de que nos estamos bancando esta crisis, volver al encuentro y salvarnos. Porque los afectos sí salvan: la escucha de un secreto, una llamada a tu mamá.
Quizás para algunos esta sea otra manifestación autorreferencial con tintes de autobombo, asumo ese riesgo. Pero es mi fiesta, y yo lloro si quiero. Lloro si quiero.